lunes, 4 de noviembre de 2013

La gran derrota de México

Desde un punto que se encuentra al sur de los mapas, escucho el crujir de pies descalzos sobre cemento agrietado. Son las pisadas de la tolerancia, que no la resignación. Pisadas desnudas y morenas de un escenario que se perpetuó, que nos perpetuaron. Son los pies desplazados hacia la senda de la exclusión, por decir lo menos frente al aniquilamiento de esos pies que intentan avanzar en suelo espinado. En este punto que se encuentra, sí, abajo de un mapa diseñado para oprimir desde el papel, desde la geografía escolarizada, para que asumiésemos desde la infancia cuán abajo nos correspondía estar en la era global, contemplo la mirada del ocaso, ese fragmento oscuro que se tornó perenne en tiempos de la revolución tecnológica. Es la mirada de la opresión, talento oxidado de quienes se piensan capaces de dirigir la vida de los demás, la vida de un pueblo.
El vaho que rodea las montañas del sur, se percibe ligero, afable cada mañana. Sin embargo, cada tarde también, parte a dar testimonio a las montañas del norte lo que ha sucedido en el pueblo el día en turno. Coinciden que se trata del antiquísimo plan aquel de acallar las voces del hombre justo causándole hambre, de discriminar a los sueños que no merecen tener las sociedades incivilizadas, según aquellos que creen todavía que las fronteras marcan a los países tercermundistas y del primer orden, estos últimos con su derecho (o de facto -ahora sinónimos, aunque costará que lo reconozca la RAE-) de hacer de la paz, un carnaval de fusiles perfectamente adiestrados.
Me encuentro pues, en un punto desde donde se puede oler el sabor amargo de la pobreza. Nada nuevo, claro. Pero como a diario, es un sabor similar a la lumbre, como de muerte. Un olor a exterminio. Un sabor que parece abraza directo a los grupos trilladamente vulnerables, que son los más en este punto de los mapas -y me han dicho que también son los más en otros puntos de otros mapas-. Es ese olor que no se desprende del aliento durante siglos. Y ya han transcurrido unos cinco siglos justo por estas fechas y ese olor continúa. Es más, se impregna más ahora sobre las empedradas callecitas que se observan desde cualquier punto de este pueblo que tenga cierta altura. Se adhiere como el humeante color de la rabia en las palabras de un manifiesto. Se cuela por las rendijas del alma -que algunos llaman ojos- y después se exhala en una consigna en cualquier tarde agitada.
Ese punto del mapa en el que ahora me encuentro, tiene una magia infinita, eterna. Tiene el don de atraer seres de cualquier parte del universo. De arrebatar la energía y devolverla a medias. Posee la habilidad de arrastrar pueblos enteros a sitios desconocidos por la mayoría. Tiene esa virtud de proveer de cualquier alimento a zonas abandonadas, o bien, ocupadas por flores vestidas de un verde olivo intransigente y que, típicamente, viven para obedecer las reglas del papel añejado.
Detrás de las casonas, los tejados y coloridos muros que vigilan esta tierra que piso, duerme vívidamente la violencia, revestida de un azul infierno y maquillada de folclor. Y digo duerme no como eufemista, cuando camina sigilosa por los parajes en los que la tierra ha difuminado su rostro por bolsas apiladas de basura; ha hecho del color traslúcido de sus venas, un río contaminante de bocas; se ha rasgado ese músculo muy suyo que parece un corazón, todo por manos autómatas y pulverizadoras de enormes elefantes de acero, que ya no sorben agua y se alimentan de plantas, puesto que resulta aún más exquisito talar el misterio de las selvas o perforar la piel de la montaña.
Del tiempo me reconozco invisible. No soy apto para esta fórmula de cuyos testaferros sirven a dios. He pensado, incluso, que el lugar en que me encuentro no me corresponde. No me asumo insensible, soy ese ser al que nadie ve, del que tanto hablan y miran hacia abajo. Del que se escribe demasiado en las redacciones de domingo, mas nadie lo escucha. Soy quien no ha logrado caminar junto con ustedes, “la mayoría”, y no porque no lo desee, ya que siempre que los noto muy cerquita mío, me orillan a permanecer en mi hogar de marginación, pues si salgo de allí, no seré más el alimento de las estadísticas -y se vendrían abajo tantos millones de empleos-.

Y si soy intangible del tiempo y estoy en el punto más de abajo del mapa, entonces puedo reconocer que no tengo más sentido sino el de reinventar un episodio más, uno que entintó el sueño de anoche, en el que mis pasos no me dolían y mis ojos no contemplaban tanto escenario gastado.

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