Desde
un punto que se encuentra al sur de los mapas, escucho el crujir de pies
descalzos sobre cemento agrietado. Son las pisadas de la tolerancia, que no la resignación.
Pisadas desnudas y morenas de un escenario que se perpetuó, que nos
perpetuaron. Son los pies desplazados hacia la senda de la exclusión, por decir
lo menos frente al aniquilamiento de esos pies que intentan avanzar en suelo
espinado. En este punto que se encuentra, sí, abajo de un mapa diseñado para
oprimir desde el papel, desde la geografía escolarizada, para que asumiésemos
desde la infancia cuán abajo nos correspondía estar en la era global, contemplo
la mirada del ocaso, ese fragmento oscuro que se tornó perenne en tiempos de la
revolución tecnológica. Es la mirada de la opresión, talento oxidado de quienes
se piensan capaces de dirigir la vida de los demás, la vida de un pueblo.
El
vaho que rodea las montañas del sur, se percibe ligero, afable cada mañana. Sin
embargo, cada tarde también, parte a dar testimonio a las montañas del norte lo
que ha sucedido en el pueblo el día en turno. Coinciden que se trata del antiquísimo
plan aquel de acallar las voces del hombre justo causándole hambre, de
discriminar a los sueños que no merecen tener las sociedades incivilizadas, según
aquellos que creen todavía que las fronteras marcan a los países
tercermundistas y del primer orden, estos últimos con su derecho (o de facto
-ahora sinónimos, aunque costará que lo reconozca la RAE-) de hacer de la paz,
un carnaval de fusiles perfectamente adiestrados.
Me
encuentro pues, en un punto desde donde se puede oler el sabor amargo de la
pobreza. Nada nuevo, claro. Pero como a diario, es un sabor similar a la
lumbre, como de muerte. Un olor a exterminio. Un sabor que parece abraza
directo a los grupos trilladamente vulnerables, que son los más en este punto
de los mapas -y me han dicho que también son los más en otros puntos de otros
mapas-. Es ese olor que no se desprende del aliento durante siglos. Y ya han
transcurrido unos cinco siglos justo por estas fechas y ese olor continúa. Es más,
se impregna más ahora sobre las empedradas callecitas que se observan desde
cualquier punto de este pueblo que tenga cierta altura. Se adhiere como el
humeante color de la rabia en las palabras de un manifiesto. Se cuela por las
rendijas del alma -que algunos llaman ojos- y después se exhala en una consigna
en cualquier tarde agitada.
Ese
punto del mapa en el que ahora me encuentro, tiene una magia infinita, eterna.
Tiene el don de atraer seres de cualquier parte del universo. De arrebatar la
energía y devolverla a medias. Posee la habilidad de arrastrar pueblos enteros a
sitios desconocidos por la mayoría. Tiene esa virtud de proveer de cualquier
alimento a zonas abandonadas, o bien, ocupadas por flores vestidas de un verde
olivo intransigente y que, típicamente, viven para obedecer las reglas del
papel añejado.
Detrás
de las casonas, los tejados y coloridos muros que vigilan esta tierra que piso,
duerme vívidamente la violencia, revestida de un azul infierno y maquillada de
folclor. Y digo duerme no como eufemista, cuando camina sigilosa por los
parajes en los que la tierra ha difuminado su rostro por bolsas apiladas de
basura; ha hecho del color traslúcido de sus venas, un río contaminante de
bocas; se ha rasgado ese músculo muy suyo que parece un corazón, todo por manos
autómatas y pulverizadoras de enormes elefantes de acero, que ya no sorben agua
y se alimentan de plantas, puesto que resulta aún más exquisito talar el
misterio de las selvas o perforar la piel de la montaña.
Del
tiempo me reconozco invisible. No soy apto para esta fórmula de cuyos
testaferros sirven a dios. He pensado, incluso, que el lugar en que me
encuentro no me corresponde. No me asumo insensible, soy ese ser al que nadie
ve, del que tanto hablan y miran hacia abajo. Del que se escribe demasiado en
las redacciones de domingo, mas nadie lo escucha. Soy quien no ha logrado
caminar junto con ustedes, “la mayoría”, y no porque no lo desee, ya que
siempre que los noto muy cerquita mío, me orillan a permanecer en mi hogar de marginación,
pues si salgo de allí, no seré más el alimento de las estadísticas -y se
vendrían abajo tantos millones de empleos-.
Y
si soy intangible del tiempo y estoy en el punto más de abajo del mapa, entonces
puedo reconocer que no tengo más sentido sino el de reinventar un episodio más,
uno que entintó el sueño de anoche, en el que mis pasos no me dolían y mis ojos
no contemplaban tanto escenario gastado.
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