Hace
tanto tiempo que los rincones ensombrecidos de la cárcel retienen a un hombre
indígena de Chiapas. Sus hijos, sus padres, su pueblo lo extraña. Añoran esos
días en que se le veía caminar por las sendas de polvo cuando se encaminaba a
la escuela a dar clases. Evocan sus saludos, sus conversaciones, su inconformidad
con las malas jugadas que se hacían detrás de los muros de una casa de gobierno
cualquiera.
Y
es que era él quien decidido a llenar de luz los cuartos oscuros, encabezaba
protestas, marchas, oficios. Su palabra era el espejo de sus compañeros,
también descontentos por el cinismo de la corrupción.
Ahora
son trece años desde que ese hombre indígena fue secuestrado por un mal
gobierno para detener su lucha, para arremeter contra su indignación. Él fue
apresado y, sin embargo, las movidas turbias fueron evidenciadas. Su encarcelamiento
precisa de fechas: 19 de junio del año 2000. Quienes gobernaban su pueblo, El
Bosque, comprendieron mal aquel día de qué se trataba el guión, al intentar
aislarlo. Claro, quién puede meter las manos al fuego por un hombre indígena. Un
hombre perteneciente a ese grupo desplazado de sus territorios hace 500 años; a
ese grupo al que, para desvanecer su sabiduría, se le intentó aniquilar con
mucho ahínco; a ese grupo que no queda más que llenarlo de discriminación, de
exclusión, de pobreza y de injusticias, dado que se aferra en permanecer vivo y
en sus tierras.
Durante
esos trece años, su encarcelamiento ha estado revestido de las vicisitudes más
atroces por las que puede atravesar una
persona. Mientras se le intentaba doblegar imponiéndole 60 años de prisión, su
familia tuvo que desplazarse a distintas cárceles para poder conversar con él,
aunque sólo fuera por 30 minutos. Una noche, de esas en que la oscuridad en
verdad se alía con criminales, ese hombre indígena fue trasladado a Sinaloa,
cuyo control no es más que para diluir la esperanza, quizá, de algún día poder
estar libre.
Son
trece años desde que se le ha querido apagar el fuego de su corazón y la luz de
sus ojos. Cerca estuvo de asumir la ceguera como parte del infortunio, tras
diez años de que uno de esos hospitales muertos lo haya mantenido con
medicamentos que hacían más lenta la pérdida de visibilidad.
Empero,
le quedaba su palabra, su voz, la voz que se convirtió en la de todos los
rehenes políticos de este país. Y su voz encontró eco en millones de solidarios
de México y el resto del mundo. Un matiz de lo que se vivió este 19 de junio,
trece años después de que lo quisieron desaparecer de la memoria colectiva, fue
el acompañamiento del pueblo creyente a las afueras de la cárcel cinco, erguida
en San Cristóbal de las Casas. Se exigía (y la exigencia continúa vigente) la
liberación de este hombre que sólo pide limosna desde aquel rincón de Chiapas,
una limosna que, comprendida desde la visión indígena ancestral, apela a la
justicia.
Este
hombre indígena logró reunir además a compañeros nicaragüenses, brasileños,
italianos, españoles, argentinos, alemanes, salvadoreños, franceses, chilenos;
es decir, no pocas personas radicadas actualmente en el ‘ombligo de la luna’. Todas
ellas, en un solo aliento, lanzaron el “¡Amigo, aguanta, el pueblo se levanta!”,
clamor que retumbó en cualquier rincón que pudiera existir en el cosmos.
La
palabra de este hombre indígena, cuyas letras reunidas forman el nombre de Alberto Patishtán, ahora se escucha como un pilar de la sabiduría
y por el momento espera, activo como siempre y entrelazando muchos corazones
más, que se abran las puertas.
El tiempo puede ser comprendido bajo distintas interpretaciones. Pero, ¿qué significa trece años de encarcelamiento injusto? Y así, incluso la muerte, con el tiempo, trae resignación. El encierro, un calvario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario