domingo, 24 de octubre de 2010

El Puerto de Mazatlán

La sensación de desvanecimiento impulsaba aún más su carrera. Corría con una velocidad de los mil demonios sobre aquella colina que nunca quiso atravesar de noche si no era con su compadre Anastasio, aunque jamás lo admitió de manera verbal.

Jadeante e incluso sin palabras, llegó a la esquina de la Calle de los Muertos, tradicional por el tumulto de gente que la surcaba y famosa por los más de 70 años en que había mantenido en pie al Puerto de Mazatlán, una cantina en la que era costumbre ver reunidos artistas e indigentes, si es que podía haber una división entre estos.

A la entrada del Puerto, se alcanzaba a leer: “Aquí no se discrimina” y era justo el espacio de esta placa en el que Trinidad se detuvo súbitamente, a eso de las cuatro de la mañana.

Pensó que un buen trago de cerveza lo traería de regreso, aunque sus pensamientos no precisaron exactamente adonde. En lo que sí puso atención fue en la cantidad de sangre que cubría sus manos, en la cantidad de pretextos que ahora tenía que inventar para darse a la fuga.