viernes, 22 de noviembre de 2013

Cómo no enloquecer

Los tiempos siempre han sido intempestivos. Se trata de situaciones ininteligibles, o bien, misteriosas, para las cuales el ser humano está naturalmente preparado. La creatividad, la invención, la magia nos son inherentes.
El momento llegó. Los pilares que sostuvieron largos periodos de la realidad única se vienen abajo. Es el preciso instante en que la imaginación se entrelaza por los seres vivos para trasmutar. Ya lo decía aquel filósofo cargado de tormenta: “Para renacer, primero seamos ceniza”.
Ese es el miedo de los ‘anclados’. Ese es el terror que tienen los que por siglos se asumieron como dueños del mundo y todo lo que en él (y fuera de él) convive: la Libertad.
La libertad es el secreto mal guardado por las cúpulas. Cualquier cosa se hará para resguardarla. Todo se ha hecho para que nadie más la contemple, la viva. Los hilos, le economía, la ciencia, la religión doctrinal, el miedo, la tortura, dictaduras, democracias, eurozonas, sueños americanos, industrias farmacoasesinas, lobotomías, el miedo, la tercera, el 1914 y 1939, dios, los ismos, tratados internacionales, instituciones, esclavitud, el miedo, la violencia…
La violencia puede ser uno de los factores más sigilosos y abiertos a la vez, que mayores resultados ha generado en nuestra contra. Desde el nacimiento, se emerge en un escenario violento. Se nace en hospitales muertos, frente a personas autómatas que resguardan la violencia y privan la libertad de tener el primer vínculo con la madre biológica.
La violencia está en los certámenes, bien arraigada. Está en los “pueblos mágicos”, donde se supo administrar la pobreza con folclor. Y nos lo creímos. La violencia está en las palabras, en el lenguaje cotidiano. Se encuentra en las religiones tratando de adherirnos por todos sus medios. Y este sector tiene mucho qué soltar. Encerró el conocimiento, no solo el intelectual, sino el de las virtudes humanas. Se quiso apoderar de la magia, consiguiéndolo por un ratito, ya que los siglos no son sino instantes de energía.
Se apoderó de la alquimia, ahora recordada por los artesanos y eternamente valorada por los pueblos originarios.
Persiguió a los magos como ahora también se persigue a los activistas. Asesinó a chamanes y brujas tal como se hace hoy con quienes revelan fórmulas secretas firmadas en escritorios de caoba por los anclados.
Obstruyó el flujo de la pureza, la misma que nos hace prescindir de las palabras y enlazarnos con el otro por distintos canales…
Y entró al quite la ciencia, malograda intención del grupo sectario de los ilustres. Estos o cambian el rumbo o no llegarán a la nada.
Y entonces se acostumbró la violencia a convivir con nosotros. La violencia de un niño pidiendo monedas. Del hombre con frío, con hambre. La violencia de tener que hacernos de un calzado. La violencia de hacerles llamar minorías, grupos vulnerables, pobres, extraños, síndromes, seropositivos, discapacitados, esquizo, bipolares, rurales, hiperactivos, peligrosos, hárragas, indígenas, negros, africanos, países, continentes, fronteras, prófugos...
La violencia se coló en la amnesia, en las aulas, en las calles. La violencia se diseñó junto con el sistema, a fin de crear a los ‘guardianes del orden’ que ahora nos persiguen. Y con la mente obnubilada, también nos convirtieron en sus propios guardianes. Testaferros que firmábamos a ciegas, para hacer cumplir sus normas, sus reglas, sus estás fuera del círculo si no tienes, sus cómo se te ocurre, sus busca un trabajo, sus te estás quedando, sus debes pensar en tu porvenir, sus qué quieres ser de grande, sus ten miedo de la lluvia y cómprate un paraguas, sus tienes que ir al médico, sus tienes que comprar, sus seis de enero, sus persígnate, sus por qué te drogas, sus por qué sonríes, sus por qué eres feliz, sus por qué te marchas, sus vivir mejor, sus hasta cuándo entenderás que así no se logra…
La violencia se insertó entre nosotros, en nuestros múltiples universos, llamando estúpidos locos a quienes trabajan la fraternidad con múltiples fórmulas a través del misterio.
La violencia se erigió como la gloria del hombre. Y nos adaptamos a ella. Incluso tanto que ya ni la podemos ver… 
Llegó el momento. Los pilares se derrumban. Perdamos pues la cordura. La que nos implantaron en el hogar y en el colegio. Esa que por siempre ha sido una ilusión.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El viejo mundo

Y dicen que va terminando el año. Ya las emociones escalan el termómetro y uno que otro bien/intencionado obsequio va dirigido a los vagabundos, esos a los que hacemos caso con monedas porque no sabemos hacerlo con abrazos.
Dicen -y lo hacen con vehemencia- que ya viene un año más en el qué depositar los siguientes proyectos, frente a los que no pudimos cumplir en el presente. Dicen que está en declive el año, a ratos perdido por, acaso, el paro magisterial, vándalos sin qué hacer que sólo buscaban eso: perder el año. Y lo lograron, dicen.
Dicen también que se fue como agua un año, gracias a dios, ca(r)gado de trabajo. Mientras otros ven un año más que se fuga con la misma ausencia de una actividad laboral.
Se dice por las calles y los bares y los cafés y los pasillos del autoservicio que se nos va acabando un año que se asemeja mucho al anterior; un año más, dicen. Las charlas se perfilan hacia las reuniones del traje color algarabía y el calzado último modelo.
El año, hoy, es más viejo que nada. Viejo por los meses transcurridos. Viejo porque ya las agendas y los autos lo dictan. El año se hizo viejo contemplando cómo volvíamos a las mismas viejas prácticas de encaminar al país hacia el desarrollo (ese término por el que envejeció -que no murió- la derecha). El año se nos añejó viendo los mismos paisajes, con el perenne refrán de que ahora sí estamos cerca del mundo que da la bienvenida a las economías sanas, a los que luchan de forma incansable por abolir la hambruna con cruzadas homéricas. En fin, los que abrazan a aquellos que perpetúan el sistema.
La balanza del año está más oxidada por estos meses, frente al cataclismo social. El año viejo está a punto de quemarse, en las casitas de adobe, en las casonas de Condesa. Y nuestra idea de la felicidad se fue envejeciendo unos once meses después…
Se tornaron viejas además las palabras. Las de ellos. Las de siempre. Las que se di/secan en el papel de cuyo título recuerdo con el de “Leyes”. Las que, incluso, no le desgasta a nuestro oído escuchar a sabiendas que de reliquias verbales conservamos nuestra añeja/inconclusa revolución, cuando el viejo PNR palió a sus caudillos con honorables presidentes.
Viejos también se vuelven nuestros padres de memoria indeleble y acciones suaves. Viejos bellísimos. Envejecen incluso los pilares que sostienen la cúpula también añeja. ¿Cuál? Todas.
¡Ah qué viejos tiempos aquellos que aún no terminan! Seguimos en el antiguo escenario de la penuria cubierta con chal y revestida por esas viejas ganas de querer transformarnos en una civilización más, sin habernos preguntado antes si deseamos ser transformados. Se trata de esa antigua mente colonial que habita las cavernas.
Dicen que se está acabando un año intempestivo y que se nos viene otro, éste sí con un poquito más de crecimiento encasillado en tasas por demás sabido inexistentes. Que hay que dar gracias a dios por permitirnos un año más de vida. ¿Podrá reclamársele su trillada forma impugnable de que tal permisión esté plagada de mañas y dobles sentidos?
Y entonces se nos comienza a acumular hasta el polvo. Mas se desconoce si tales partículas son propias o las vertieron sobre nosotros.
Y dicen que se nos está acabando el año. El mismo año repetido hace tantos y por el cual seguimos lustrando proyectos, alistándonos para fungir como los mejores anfitriones de un teatro que se viene abajo por pilares ya insostenibles.
Este discurso, asimismo, se añeja. Y el México de hoy ha envejecido, tal como el año que, dicen, a punto está de concluir, síntoma inequívoco de que estamos bajo la atmósfera de otro periodo, el que se distiende de las promesas a la emancipación. ¿Estamos listos para desprendernos del viejo mundo?

Zapato más antiguo del mundo, encontrado en Armenia,
que data -dicen- de hace 5,500 años.
 

lunes, 4 de noviembre de 2013

La gran derrota de México

Desde un punto que se encuentra al sur de los mapas, escucho el crujir de pies descalzos sobre cemento agrietado. Son las pisadas de la tolerancia, que no la resignación. Pisadas desnudas y morenas de un escenario que se perpetuó, que nos perpetuaron. Son los pies desplazados hacia la senda de la exclusión, por decir lo menos frente al aniquilamiento de esos pies que intentan avanzar en suelo espinado. En este punto que se encuentra, sí, abajo de un mapa diseñado para oprimir desde el papel, desde la geografía escolarizada, para que asumiésemos desde la infancia cuán abajo nos correspondía estar en la era global, contemplo la mirada del ocaso, ese fragmento oscuro que se tornó perenne en tiempos de la revolución tecnológica. Es la mirada de la opresión, talento oxidado de quienes se piensan capaces de dirigir la vida de los demás, la vida de un pueblo.
El vaho que rodea las montañas del sur, se percibe ligero, afable cada mañana. Sin embargo, cada tarde también, parte a dar testimonio a las montañas del norte lo que ha sucedido en el pueblo el día en turno. Coinciden que se trata del antiquísimo plan aquel de acallar las voces del hombre justo causándole hambre, de discriminar a los sueños que no merecen tener las sociedades incivilizadas, según aquellos que creen todavía que las fronteras marcan a los países tercermundistas y del primer orden, estos últimos con su derecho (o de facto -ahora sinónimos, aunque costará que lo reconozca la RAE-) de hacer de la paz, un carnaval de fusiles perfectamente adiestrados.
Me encuentro pues, en un punto desde donde se puede oler el sabor amargo de la pobreza. Nada nuevo, claro. Pero como a diario, es un sabor similar a la lumbre, como de muerte. Un olor a exterminio. Un sabor que parece abraza directo a los grupos trilladamente vulnerables, que son los más en este punto de los mapas -y me han dicho que también son los más en otros puntos de otros mapas-. Es ese olor que no se desprende del aliento durante siglos. Y ya han transcurrido unos cinco siglos justo por estas fechas y ese olor continúa. Es más, se impregna más ahora sobre las empedradas callecitas que se observan desde cualquier punto de este pueblo que tenga cierta altura. Se adhiere como el humeante color de la rabia en las palabras de un manifiesto. Se cuela por las rendijas del alma -que algunos llaman ojos- y después se exhala en una consigna en cualquier tarde agitada.
Ese punto del mapa en el que ahora me encuentro, tiene una magia infinita, eterna. Tiene el don de atraer seres de cualquier parte del universo. De arrebatar la energía y devolverla a medias. Posee la habilidad de arrastrar pueblos enteros a sitios desconocidos por la mayoría. Tiene esa virtud de proveer de cualquier alimento a zonas abandonadas, o bien, ocupadas por flores vestidas de un verde olivo intransigente y que, típicamente, viven para obedecer las reglas del papel añejado.
Detrás de las casonas, los tejados y coloridos muros que vigilan esta tierra que piso, duerme vívidamente la violencia, revestida de un azul infierno y maquillada de folclor. Y digo duerme no como eufemista, cuando camina sigilosa por los parajes en los que la tierra ha difuminado su rostro por bolsas apiladas de basura; ha hecho del color traslúcido de sus venas, un río contaminante de bocas; se ha rasgado ese músculo muy suyo que parece un corazón, todo por manos autómatas y pulverizadoras de enormes elefantes de acero, que ya no sorben agua y se alimentan de plantas, puesto que resulta aún más exquisito talar el misterio de las selvas o perforar la piel de la montaña.
Del tiempo me reconozco invisible. No soy apto para esta fórmula de cuyos testaferros sirven a dios. He pensado, incluso, que el lugar en que me encuentro no me corresponde. No me asumo insensible, soy ese ser al que nadie ve, del que tanto hablan y miran hacia abajo. Del que se escribe demasiado en las redacciones de domingo, mas nadie lo escucha. Soy quien no ha logrado caminar junto con ustedes, “la mayoría”, y no porque no lo desee, ya que siempre que los noto muy cerquita mío, me orillan a permanecer en mi hogar de marginación, pues si salgo de allí, no seré más el alimento de las estadísticas -y se vendrían abajo tantos millones de empleos-.

Y si soy intangible del tiempo y estoy en el punto más de abajo del mapa, entonces puedo reconocer que no tengo más sentido sino el de reinventar un episodio más, uno que entintó el sueño de anoche, en el que mis pasos no me dolían y mis ojos no contemplaban tanto escenario gastado.